martes, 6 de noviembre de 2012

Esta cocina es un infierno (parte 1)


Les voy a describir a modo de novela “El perfume”,  yo Alba Cervantes de Saavedra, una de las experiencias que aún nadie osó a narrar.

Es hora de apreciar la seguridad que da tener tu cocinita propia en  tu ciudad, Madrid. Es hora de añorar el lavavajillas, de echar de menos la vitrocerámica, las cazuelas, la nevera, los tupers, la mesa, las banquetas, el micro, las estanterías,  y en definitiva, todo lo que hay dentro de la cocina. Y no solo añorar todos los complementos sino las condiciones de estos.

Nadie dijo que convivir con 14 personas fuera algo fácil, nada de nada, pero cuando pones un pie en el suelo y de repente notas que algo cruje ahí abajo (y no es madera) o simplemente te cuesta despegar el pie algo más de lo normal a la hora de caminar (y no se te ha enganchado el cordón del zapato),  te das cuenta que algo pasa ahí y de la dificultad de tener una cocina tan limpita como la de Argüiñano.

Un minipeldaño es lo que separa la casa del cuarto más transitado y con más conflictos de toda la casona Montenegro –Así bautizamos tanto a la casa como a la familia que vivimos-. Para traspasar esa frontera te preparas a conciencia, una respiración profunda y a armarte de valor para encontrarte cualquier cosa.
Ya estás dentro bien, pues quiero comer, estupendo. Sorteo la mesa, esquivo las endebles sillas que se tronchan tan fácil como rodilla de una servidora, y consigo llegar a la estantería de nuestros enseres. Bien, hoy tuve suerte, vengo con las ideas fijas de lo que quiero comer, y sí señores, mi suerte continúa, ayer hice la compra y sé que tengo todos los ingredientes que necesito -OH YEAH SOY UNA CRACK, si me viera mi madre y mi abu.. dirían “estás hecha una moza!”- pues sí, abro la nevera y recurro a la caja donde precintadas están mis cosas y las de Vachy (compartir con mi matrimonia es vivir). Pero… ¿qué ven mis tapatíos ojos? ¿Ratas? No… a eso se le llama roomies capullos, para qué hacer la compra si alguien compró lo que tú necesitas. Unos cuantos improperios (pinches gordos culeros, cabrones, pendejos, chinga su madre…) y todo ello desemboca en un cambio de menú. All right, la luz en mí, ya tengo los ingredientes para el nuevo platillo y… habrá que prepararlos. Voy en busca de los utensilios y… ¿Qué pedo? Se me había olvidado que antes de cocinar tenías que limpiar lo que las puercas ratillas utilizaron para comerse tu comida. Bueno me vale madre, nadie estropeará mis deliciosos macarrones con salsita de tomate y verdura. 

Una vez ya te abres paso para cortar y picar todos los ingredientes entre la jungla de bolsas y  demás cositas desperdiciadas por la encimera, dejas todo listo cocinándose. En ese ratito (aquí el tiempo es oro) aprovechas para charlar con alguna ratilla o compa humilde, para tender la ropa (que hace una hora terminó de lavarse), para chismear sobre lo ocurrido con tu comida y… hecho, platillo preparado. Por último, te preparas en la plancha unas tortillitas de harina para acompañar la comida (¡dónde quedó el currusquito de pan pan!) y ya por fin colocas tu plato, con tenedor, vasito con bebida, aderezos y ya puedes empezar a babear.  Antes de sentarte, te aseguras de que la pata zamba de la silla se encuentre paralela a las demás y ya pues apoyas tu culillo. Ahora ya bien acomodada y dispuesta, algo nuevo sucede de repente, te dispones a apoyar tu codo en la mesa para alcanzar a agarrar la sal, algo va mal, muy mal, no consigo moverme, como de “superglú” se tratara… algo me impide despegarme. Se barajan varias opciones, la primera opción es guacamole, la segunda opción aderezo picoso y la tercera opción una mezcla de las otras dos, ¿qué será?, no preguntes, despégate y pon el plato en la zona pegajosa para que no volver a caer en la trampa…


… pero la aventura continúa señores, pero ya el próximo día hoy que se hizo demasiado larga…

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